El día que la ciudad ardió,
que las llamas la carcomieron profundamente
hasta los cimientos
y las lenguas de fuego carbonizaron
todo ápice de vida y esperanza,
ese día unimos
corazones y manos,
y con agua y valentía,
extinguimos el fuego
y el miedo.
El día que la ciudad se inundó,
anegada de agua y lodo,
ahogándonos en nuestra propia miseria,
llevándose vidas y recuerdos,
hundiéndonos,
ese día unimos
corazones y manos,
drenamos el fango
y achicamos el agua
y el miedo.
El día que la ciudad tembló,
se abrió el suelo bajo nuestros pies
dividiendo, fracturando, rompiendo
nuestras tierras y nuestros cuerpos,
ese día unimos
corazones y manos,
reparamos todas las grietas,
hasta las del alma.
Sellamos todos los agujeros
y el miedo.
El día que la ciudad agonizó,
podrida hasta las entrañas,
y enferma hasta la muerte,
ese día unimos
corazones y manos,
sanamos heridas,
limpiamos esputos,
secamos sudores,
y descendió la fiebre,
y el miedo.
Pero el día que la ciudad murió,
sepultada bajo toneladas
de arrogancia y vanidad,
ignorancia y estupidez
(y mentiras, cómo no),
ese día nos separamos,
nos señalamos con dedos acusadores
y nos lanzamos comentarios hipócritas,
hirientes como dardos envenenados,
a la espalda, que es más fácil.
Como cobardes que somos,
decepcionando a nuestro pasado,
destruyendo nuestro futuro,
avergonzando a nuestro presente,
y proclamando una falsa inocencia
que ojalá te robe el sueño cada noche,
significará que aún tienes algo de conciencia.
(Y de miedo, probablemente).
¡Insomnes, levantaos!
¡Luchemos como en los viejos tiempos!
¡Unamos corazones y manos
y venzamos al miedo juntos!
(Pero en silencio y en secreto,
no despertéis a nadie,
vayan a enterarse los otros,
que son los que tienen la culpa,
como siempre).